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NADA MÁS QUE LIBROS

Podcast NADA MÁS QUE LIBROS
MANUEL ALCAINE
Sección del magacín cultural transmedia "Siéntelo con oído", en la que su presentador, Néstor Barreto, nos irá comentando grandes obras de la literatura univers...

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5 de 70
  • Nada más que libros - El gallo de oro (Juan Rulfo)
    “En este asunto de los gallos un hombre solo no puede hacer nada. Se necesita participar con los demás. De otro modo acaban pisándote. Véme a mí, bien rico que estoy y a esos animalitos les debo todo. Sí. Y otra más, a la buena amistad con otros galleros; combinaciones, matuterías si tú quieres….. El trabajo no se hizo para nosotros, por eso buscamos una profesión livianita. ¿Y qué mejor que ésta de la jugada, en que esperamos sentados a que nos mantenga la suerte?” Fragmento de El gallo de oro -Juan Rulfo- Juan Rulfo nació en Acapulco (Jalisco) en 1917. Un solo libro de cuentos, “El llano en llamas” de 1953, y una única novela, “Pedro Páramo” de 1955, bastaron para que Rulfo fuese reconocido como uno de los grandes maestros de la narrativa hispanoamericana del siglo pasado. Su obra, tan breve como intensa, ocupa por su calidad un puesto señero dentro del llamado <<boom>> de la literatura de los años sesenta. Juan Rulfo creció entre su localidad natal y el cercano pueblo de San Gabriel, en zonas rurales dominadas por la superstición y el culto a los muertos, y allí sufrió las duras consecuencias de las luchas cristeras en su familia más cercana...su propio padre fue asesinado. Esos primeros años de su vida habrían de conformar en parte el desolado universo que el escritor recreó en su breve pero brillante obra. En 1934 se trasladó a Ciudad de México, donde trabajó como agente de inmigración y, a partir de 1938, empezó a viajar por algunas regiones del país en comisiones de servicio y publicó sus cuentos más relevantes en revistas literarias. En los quince cuentos que integran “El llano en llamas”, Rulfo nos ofreció una primera sublimación literaria, a través de una prosa sucinta y expresiva, de la realidad de los campesinos de su tierra, en relatos que trascienden la pura anécdota social. En su obra más conocida, “Pedro Páramo”, el autor dio una forma más perfeccionada a dicho mecanismo de interiorización de la realidad de su país, en un universo donde cohabitan lo misterioso y lo real; el resultado en un texto profundamente inquietante que ha sido considerado como una de las mejores novelas de la literatura contemporánea. El protagonista de la novela, Juan Preciado, llega a la fantasmagórica aldea de Comala en busca de su padre, Pedro Páramo, al que no conoce. Las voces de los habitantes le hablan y reconstruyen el pasado del pueblo y de su cacique, el terrible Pedro Páramo; Juan tarda en advertir que en realidad todos los aldeanos han muerto, y él también muere, pero la historia sigue su curso, con nuevos monólogos y conversaciones entre difuntos, trazando el sobrecogedor retrato de un mundo arruinado por la miseria y la degradación moral. Como el Macondo de “Cien años de soledad” de García Márquez, o la Santa María de Juan Carlos Onetti, la ardiente y estéril Comala se convierte en el espacio mítico que refleja el trágico desarrollo histórico del país, desde el Porfiriato hasta la Revolución Mexicana. Desde el punto de vista técnico, la novela se sirve magistralmente de las innovaciones introducidas en la literatura europea y norteamericana de entreguerras (Proust, Joyce, Faulkner), línea que en los años sesenta seguirían Vargas Llosa, Julio Cortazar, Ernesto Sábato, Carlos Fuentes y otros autores del <<Boom>>. Así, aunque la obra se plantea inicialmente como un relato en primera persona en boca de su protagonista, pronto se asiste a la fragmentación del universo narrativo por la alternancia de los puntos de vista (con uso frecuente del monólogo interior) y los saltos cronológicos. Juan Rulfo también escribió guiones cinematográficos como “Paloma herida” de 1963 y la excelente novela corta “El gallo de oro” del mismo año. En 1970 el autor recibió el Premio Nacional de Literatura de México, y en 1983, el Principe de Asturias de las Letras. Juan Rulfo falleció en Ciudad de México en 1986. En su origen, entre 1956 y 1958, “El gallo de oro” fue concebido como un texto para el cine, y de él derivaron después películas y cortometrajes e, incluso, una serie televisiva. Y sobre todo, este relato, que no se publicó hasta 1980 reelaborado, propició la amistad entre Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, ambos reclutados por el productor Manuel Barbachano para escribir el guion del film “El gallo de Oro”. La historia de Dionisio Pinzón <<uno de los hombres más pobres de San Miguel del Milagro>>, según el relato, nos permite reflexionar sobre varios de los grandes temas de la narrativa latinoamericana que, en lo sucesivo, marcarán algunas obras de importantes escritores, entre ellos el mismo García Márquez: la soledad, la repetición, el destino, las mutaciones repentinas de la fortuna, la miseria, la esperanza, el amor, la arrogancia del dinero y el poder, la muerte, el sedentarismo y el nomadismo. El violento mundo del juego y de los criadores de gallos de pelea (galleros), hecho de estafas e ilusiones, se convierte en una metáfora de la vida. El pobre Pinzón, que vivía <<en compañía de su madre, enferma y vieja, más por la miseria que por los años>>, dice el texto, cambia radicalmente su existencia gracias a un gallo de pelea que, recibido moribundo como regalo, lanza al protagonista al mágico mundo de las galleras, de las apuestas y del juego de azar. Así, quién no era más que un humilde pregonero, abandona el minúsculo pueblo y en poco tiempo empieza a ganar dinero, le movía <<un afán ilimitado de acumular riqueza>>. Después, el encuentro decisivo con Lorenzo Benavides, un rico gallero, y con Bernarda Cutiño, La Caponera, <<mujer de gran temperamento, adonde quiera que iba llevaba su aire alegre, además de ser buena para cantar corridos y canciones antiguas>>, que lo invitan a hacerse socio del negocio de los gallos de pelea. Pero, con la abundancia de dinero, Dionisio, cito textualmente, <<pronto dejó de ser aquel hombre humilde que conocimos, poco a poco su sangre se fue alterando ante la pelea violenta de los gallos, como si el espeso y enrojecido líquido de aquellos animales agonizantes lo volviera de piedra, convirtiéndolo en un hombre fríamente calculador>>. La buena suerte, gracias también a la inesperada conquista de la impetuosa Caponera, lo transforma en un hombre riquísimo. Y ahora, sedentario en la propiedad de Santa Gertrudis, Pinzón conoce la ebriedad de la opulencia y, nuevamente, la profundidad de la miseria. La muerte de la mujer gracias, cito: <<al poder que le daba el dinero>>, había sofocado la existencia errabunda de Bernarda y la conducta <<licenciosa>> de la hija que tuvieron, llevan a nuestro protagonista, en una sola noche, a perder el inmenso patrimonio acumulado y, también, la vida. En “La literatura sin dolor”, una nota de prensa que Gabriel García Márquez publicó en El espectador de Colombia y El País de España el 8 de diciembre de 1982, el escritor confesó que una de sus obsesiones literarias consistía en comprar muchísimos ejemplares de la novela “Pedro Páramo” para regalarlos luego a los amigos que iban a visitarlo en su casa de Ciudad de México. <<Creo haber agotado ya una edición entera sólo por tener siempre ejemplares disponibles>>, escribió. La única condición para merecer ese obsequio, insistía, era que quién lo recibiera se comprometiera a volver lo más pronto posible para entablar una conversación en torno a <<aquel libro entrañable>>. La anécdota da cuenta de la admiración que el gran escritor colombiano sentía por Juan Rulfo. El autor de “Cien años de soledad” consideraba que el escritor nacido en Jalisco era uno de sus grandes maestros y que las páginas de su obra, aunque pocas, eran tan perdurables como las de Sófocles. Tanto era así que Gabo presumía de haberse aprendido de memoria todo “Pedro Páramo”, de modo que podía repetir, al derecho y al revés, cada uno de los episodios acontecidos en el pueblo ficticio de Comala, que tantos vínculos secretos estrecharía con Macondo. García Márquez también escribió: <<Juan Rulfo ha escrito una sola novela, solo una novela, la novela más hermosa que haya escrito cualquier autor>>
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    14:30
  • Nada más que libros - Antonio Buero Vallejo
    “ -URBANO: ¡Vamos! Parece que no estás muy seguro. -FERNANDO: No es eso Urbano. ¡Es que le tengo miedo al tiempo! Es lo que más me hace sufrir. Ver como pasan los días, y los años...sin que nada cambie. Ayer mismo éramos tú y yo dos críos que veníamos a fumar aquí, a escondidas, los primeros pitillos...¡Y hace ya diez años! Hemos crecido sin darnos cuenta, subiendo y bajando la escalera, rodeados siempre de los padres, que no nos entienden; de vecinos que murmuran de nosotros y de quienes murmuramos...Buscando mil recursos y soportando humillaciones para poder pagar la casa, la luz...y las patatas. Y mañana, o dentro de diez años que pueden pasar como un día, como han pasado estos últimos…., aborreciendo el trabajo…, perdiendo día tras día...Por eso es preciso cortar por lo sano.” Fragmento de “Historia de una escalera” Antonio Buero Vallejo nació en Guadalajara el 29 de Septiembre de 1916. Desde su infancia se interesa por la literatura, sobre todo por el teatro. Estudia en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando de Madrid y, acusado de <<Adhesión a la rebelión>>, permanece en prisión desde 1939 a 1946. Allí coincide con Miguel Hernández y entablan una fuerte amistad. Al ser puesto en libertad comienza a colaborar en diversas revistas como dibujante y escritor de pequeñas piezas de teatro. Su debut se produce en 1949 con la publicación de “Historia de una escalera”, obra galardonada con el Premio Lope de Vega y que tuvo un gran éxito de público en el Teatro Español de Madrid. Durante la década de los cincuenta escribe y estrena en España y en el extranjero obras tan significativas en su trayectoria literaria como “La Tejedora de sueños” de 1951, “La señal que se espera” (1952), “Casi un cuento de hadas” de 1953, “Madrugada” del mismo año, “Hoy es Fiesta” (1956) o “Un soñador para un pueblo” de 1958. A pesar de sus problemas con la censura vigente, sigue estrenando títulos como “El concierto de San Ovidio” de 1962, “Aventura en lo gris” (1964), “El tragaluz” de 1967 – que se mantiene en cartel durante casi nueve meses- o “Las Meninas” cuyo estreno obtiene un éxito sin precedentes. Además prepara versiones de Shakespeare, como “Hamlet, príncipe de Dinamarca” y Bertolt Brecht (“Madre Coraje, y sus hijos”). Posteriormente realiza un ciclo de conferencias en varias universidades estadounidenses y en 1971 ingresa en la Rea Academia Española, y, más tarde, es nombrado socio de honor del Circulo de Bellas Artes y del Ateneo de Madrid. Asimismo pertenece a diversas academias, comités y sociedades de América, Portugal, Alemania y Francia. Durante los primeros años de democracia en España Buero no cesa de estrenar obras: “Jueces en la noche” de 1979, “Caimán” (1981) y “Dialogo secreto” de 1985, o su versión de ”El pato silvestre” de Henrik Ibsen, en 1982. En 1986 recibe el Premio Miguel de Cervantes por toda su trayectoria literaria. Antonio Buero Vallejo compagina su éxito en el campo de la literatura con su otra gran pasión, la pintura. En 1993 publica “Libro de estampas”, donde se recogen pinturas acompañadas de textos inéditos del autor. En 1997 ve la luz su última obra, “Misión al pueblo desierto”, estrenada en Madrid dos años después. En 1998 es nombrado presidente de honor de la Fundación Fomento del Teatro. Antonio Buero Vallejo falleció en Madrid el 29 de Abril del año 2000, a los 84 años. Antonio Buero Vallejo es quizá el autor teatral más importante y, desde luego más representativo de la España de posguerra. Su primer estreno, “Historia de una escalera” de 1949, original síntesis de dos herencias tan dispares como el sainete y la tragedia de Unamuno, supuso una abierta ruptura con el teatro que se venía haciendo en España en los diez años inmediatamente anteriores. Dicho primer estreno anticipaba también la significación que tendrá Buero desde aquel momento: su empeño en escribir un teatro trágico, que desde García Lorca y hasta entonces, ningún autor español había acometido, y en armonizar la pureza y el criticismo de su arte con un amplio éxito de público. Pero es su drama “En la ardiente oscuridad” (primero que escribe, en 1946, aunque el estreno date de 1950) el mejor punto de partida para acercarnos a este universo dramático. Debemos señalar enseguida algunos datos biográficos del autor que anteceden inmediatamente a la escritura de la citada obra: estudiante de Bellas Artes en el Madrid de la II República; soldado republicano desde 1936 a 1939; muerte del padre, fusilado en Madrid en 1937; condenado a muerte en 1939, hasta la conmutación de la pena ocho meses después; recluido durante seis años en diferentes colonias penitenciarias…...Cuando recobra la libertad abandona la pintura y empieza a escribir. Que el primer drama que escribe sea “En la ardiente oscuridad” es algo que, si puedo decirlo de este modo, da que pensar. Sin embargo, en la superficie, “En la ardiente oscuridad” no guarda relación con tales hechos. Sólo cuando penetramos en la estructura trágica, profunda, de esta obra – una obra que prefigura todas las demás del autor – comprendemos que el teatro de Buero Vallejo surge a causa y frente a la guerra y la posguerra españolas. “En la ardiente oscuridad” es un drama sobre ciegos. En un centro para estudiantes invidentes, donde domina una pedagogía consistente en ignorar la situación de la ceguera – como una forma de intentar superarla , aparece un nuevo alumno, Ignacio, el protagonista, que opone a las mentiras oficiales del centro una afirmación rebelde: la verdad de que es ciego, la verdad de que todos son ciegos y de que necesitan ver. La ceguera, como símbolo de las limitaciones humanas, y la necesidad de ver, como símbolo de la aspiración de lo absoluto, son claves fundamentales para entender el pensamiento de la obra. La antinomia Ignacio – Carlos (éste último alumno destacado del centro) y la muerte del primero a manos del segundo es otro aspecto que debemos destacar para poder añadir inmediatamente que “En la ardiente oscuridad” contiene de manera expresa o esboza estas constantes del teatro de Buero: la antinomia <<activos – contemplativos>>; las taras físicas, además de la ceguera, la locura, la sordera, etc., que pueden homologarse con aquella; una imagen totalizadora de lo humano, que abarca los conflictos sociales y políticos y, simultáneamente, el misterio del mundo y de la vida, etc. Estas y otras características nos han servido de hilo conductor para llegar a la estructura profunda del teatro de Buero Vallejo, pudiendo proponer así una interpretación nueva del mismo. En esa estructura hemos hallado primero un trasfondo mítico siempre presente o latente: la tríada Edipo, Don Quijote y Caín-Abel y segundo, una presencia-ausencia de Dios, de acuerdo a una visión trágica: un Dios que no es el de las religiones, Dios de certezas, sino el Dios incierto y equívoco de la tragedia, el Dios de Pascal y de Racine. Ambas dimensiones son complementarias entre sí y demuestran la enorme coherencia del teatro de Buero en el ámbito de lo trágico; pues, al fin, es impensable una tragedia sin mitos y sin dioses. Comprobamos así que el teatro de Buero apunta a la necesidad de <<recuperar a Dios, o, lo que para nosotros es sinónimo de esto y menos ideológico, la comunidad y el universo. Esta búsqueda, esta restauración de la conciencia trágica, adquiere todo su sentido al comprobar que se produce frente a las ruinas materiales, morales y culturales de la España de posguerra. A partir de “En la ardiente oscuridad”, el teatro de Buero Vallejo se ha ido desarrollando en una línea espiral, como sucesivas reelaboraciones de ese trasfondo mítico y de esa necesidad de encontrar <<la comunidad y el universo>>. No obstante, y de acuerdo con ciertos rasgos temáticos y formales, cabe aislar sus obras en tres diferentes grupos: 1º Aquellas obras que se nos presentas como un proceso crítico a la sociedad española, inmediatamente reconocible. Así “Historias de una escalera”, en cuyo único escenario, una escalera de vecindad, transcurren treinta años de exasperada vida española (la Guerra Civil se supone entre los actos II y III), a través de una gran variedad de personajes pertenecientes a la clase media baja o a la clase obrera, de entre los cuales destacan Urbano, un obrero de mentalidad solidaria y colectivista, y Fernando, un dependiente individualista e insolidario. El fracaso de ambos en su vida privada y en su vida civil expresa una idea de la existencia y un documento social-político. Así también “Hoy es fiesta” de 1956, cuya acción transcurre en una azotea. Asímismo, “Las cartas boca abajo” de 1957, de corte naturalista, a lo Chejov, que transcurre en un interior y trata del fracaso de un opositor tanto en lo profesional como en lo familiar. Y finalmente, “El tragaluz” de 1967, con su semisótano lleno de resonancias míticas, donde presenciamos la historia de una familia española destrozada por la Guerra Civil. Una escalera, una azotea, un interior, un semisótano….Se diría que la acción de estos cuatro dramas se desarrolla en una sola casa y que ésta es como un símbolo de la España de su época. En el segundo grupo integraríamos aquellas obras que avanzan en un terreno neosimbolista: “La tejedora de sueños”, “La señal que se espera”, ambas de 1952, “Casi un cuento de hadas” (1953), “Irene o un tesoro” y “Aventura en lo gris” de 1954. En contraste con las anteriores, aquí advertimos la explícita presencia de situaciones o de figuras fantásticas, así como en obras posteriores del dramaturgo como “El sueño de la razón” de 1970, “Llegada de los dioses” (1971) y “La fundación” de 1974, que coinciden en esta exteriorización de lo fantástico. Y, finalmente, en un tercer grupo podíamos incluir aquellas obras que se alzan como un proceso crítico a la historia de España: “Un soñador para un pueblo” de 1958, sobre el Motín de Esquilache; “Las Meninas” (1960), sobre este cuadro de Velázquez y, a través suyo, sobre la España – <<alucinante y alucinada>>, como la llamó Ortega – de su tiempo, y la ya citada “El sueño de la razón”, sobre Goya y los más sombríos años de la dictadura absolutista de Fernando VII. Convergen estos dramas en indagar en momentos fronterizos de la Historia de España, situaciones decisivas en las que parece haberse fraguado nuestro presente. En estrecha vecindad con tales obras, hay que destacar “El concierto de San Ovidio” de 1962, una de las creaciones más completas y perfectas de Antonio Buero Vallejo (junto con “Las Meninas” y “El tragaluz”), donde se dramatiza un hecho real, ocurrido en la Feria de San Ovidio de París, en 1771: una orquestina bufa de ciegos, espectáculo denigrante que impulsó al pedagogo Valentín Haüy a consagrar su vida a la educación e incorporación de los invidentes a la sociedad. Relevantes son también “La doble historia del doctor Valmy”, escrita en Chester, Inglaterra en 1968, y “La fundación”, ya citada; ambas son como una sola historia: una historia de verdugos y de víctimas, y una impugnación contra la crueldad en las luchas políticas del mundo contemporáneo. Podemos añadir todavía, para completar los títulos del teatro de Buero, su pieza en un acto “Las palabras en la arena” de 1949, y sus versiones de “Hamlet” y de “Madre Coraje”, como asimismo, y en el campo del ensayo y la erudición, su libro “Tres maestros ante el público” de 1973, donde glosa las figuras de Valle Inclán, Velázquez y Goya. ----------------------------------------------------------------------------------------- Desde un punto de vista formal, el teatro de Buero es una encrucijada de caminos estéticos y un poderoso y continuado esfuerzo de síntesis de tendencias anteriores, especialmente del realismo y del simbolismo. Aportación técnica muy sobresaliente es su estudio del espacio escénico y el intento de incorporar al espectador a la escena, haciéndole compartir la ceguera, la sordera, la locura..etc., de los personajes protagonistas. A esto de la ha llamado <<efectos de inmersión>>, y pueden apreciarse , sobre todo en obras como “En la ardiente oscuridad”, “El sueño de la razón”, “Llegada de los dioses” y “La fundación”. Pero estas y otras contribuciones formales no son sino la manifestación externa de una estructura trágica profunda, que nos permite entender toda la obra de Buero como el mensaje de un naufrago: Un naufrago que tiene plena conciencia de la magnitud de una catástrofe y que, simultáneamente y tercamente, se afirma a sí mismo en la esperanza de salvaguardar ciertos valores esenciales. Se trata en este caso de unos valores esenciales a una cultura y, paralelamente, como es peculiar en la <<visión trágica>>, de unos valores esenciales a la dignidad de vivir.
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    32:54
  • Nada más que libros - Juan Ramón Jiménez
    “Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas….Lo llamo dulcemente: <<¿Platero?>>, y viene a mí con trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal.” Fragmento de “Platero y yo” Juan Ramón Jiménez, el poeta sensible y solitario, dedicó su vida a cultivar la belleza de la palabra. Asolado por constantes depresiones, uno de los autores más emblemáticos de la literatura española recibió el Premio Nobel y murió dos años después en Puerto Rico, muy lejos de su Moguer natal. Juan Ramón Jiménez Mantecón vino al mundo en la población onubense de Moguer, el 23 de diciembre de 1881 en el seno de una familia acomodada dedicada al negocio agrícola, especialmente al cultivo de la uva y a la exportación de vino. Al poeta le gustaba hablar así de su infancia: <<Nací en Moguer, la noche de Navidad de 1881. Mi padre era castellano y tenía los ojos azules; y mi madre, andaluza, con los ojos negros. La blanca maravilla de mi pueblo guardó mi infancia en una casa vieja de grandes salones y verdes patios. De esos dulces años recuerdo que jugaba muy poco, y que era gran amigo de la soledad>>. El pequeño Juan Ramón fue internado en el colegio jesuita San Luis Gonzaga en la localidad gaditana de El Puerto de Santa María. En ese lugar, el carácter melancólico e introvertido del joven Juan Ramón se acentuó aún más a causa de la soledad y debido a la férrea disciplina de que hacía gala el centro. En aquella etapa, entre sus compañeros de clase se encontraban los futuros dramaturgos Fernando Villalón y Pedro Muñoz Seca. Juan Ramón muy pronto empezó a experimentar con la literatura, y sus cuadernos y libros de texto empezaron a inundarse de versos. En 1896, con su título de bachillerato bajo el brazo, Juan Ramón Jiménez se trasladó a Sevilla con el objetivo de estudiar un curso preparatorio de Derecho para ingresar en la Universidad y, sobre todo, para convertirse en artista. Durante su estancia en la capital hispalense, Juan Ramón empezó a frecuentar el Ateneo de la ciudad, un lugar donde los escritores Francisco Rodríguez Marín y Luis Montoto, entre otros, celebraban sus famosas tertulias. Poco a poco, la afición de Jiménez por la literatura iría en aumento y el joven comenzó a hacer colaboraciones en prensa y a escribir sus primeros textos. En el año 1900, y sin terminar la carrera de Derecho, Juan Ramón marchó a Madrid. Gracias a Francisco Villaespesa, un escritor almeriense, el joven empezó a frecuentar los cafés y museos de la capital, y también conoció a autores de la talla de Rubén Darío, Ramón del Valle Inclán, Azorín y Pío Baroja, que le aconsejaron que dividiera su obra “Nubes” en dos volúmenes. Y así lo hizo; el autor titularía estos volúmenes “Almas de violeta” y “Ninfeas”. Pero Juan Ramón, que se halla desencantado y enfermo, optó por regresar a Moguer. Poco después, el tres de julio de ese mismo año, 1900, su padre murió de manera repentina a causa de una embolia cerebral, lo que sumió al poeta en un profundo estado de melancolía y depresión que lo obligaría a pasar largas temporadas en sanatorios de Madrid y Burdeos. Durante ese período, el poeta desarrolló un profundo temor a la muerte y sufrió constantes pesadillas que no lo dejaban conciliar el sueño. A pesar de todo, compuso varias obras: “Rimas” de 1902, “Arias tristes” de 1903 y “Jardines lejanos” en 1904. Unos años después, en 1913 (y tras diversos idilios) conocería en Madrid a la mujer que sería su futura esposa y ayudante de por vida, Zenobia Camprubí, una española educada en Estados Unidos. Desde el Sanatorio del Rosario, en Madrid, donde estaba ingresado, Juan Ramón organizó reuniones que con el tiempo se convirtieron en tertulias a las que asistieron Antonio Machado, Ramón del Valle Inclán y Jacinto Benavente, entre otros, y fue uno de los fundadores de la revista literaria <<Helios>>. Tras varios viajes por Francia y, más tarde, por Estados Unidos, el poeta se casó con Zenobia en Nueva York el dos de marzo de 1916. Un año más tarde escribió “Diario de un recién casado”, obra que marcaría la frontera entre su etapa más introspectiva y la más intelectual. Aquel mismo año el autor fue nombrado director literario de nuevas publicaciones de la Editorial Calleja, que editó una colección llamada “Obras de Juan Ramón Jiménez” en la que aparecían sus creaciones “Estío” de 1916, “Sonetos espirituales” (1913-1915), una edición completa de “Platero y yo” de 1914, tal vez una de sus obras más emblemáticas, y “Diario de un poeta recién casado”, escrita en los años 1916 y 1917. Entre 1921 y 1927, Juan Ramón Jiménez publicó parte de su obra en prosa en diversas revistas, y de 1925 a 1935 publicó sus “Cuadernos”. En el año 1930, y durante un concierto conoció a una escultora, escritora y amiga de su esposa llamada Margarita Gil Roësset. Margarita se enamoró perdidamente del poeta. Tras dos años de rechazos y de intentos desesperados por conseguir el amor de Juan Ramón, la tragedia culminaría en Julio de 1932, cuando, tras esculpir un busto de su amiga Zenobia, Margarita se quitó la vida sabedora de que su amor por el poeta era imposible. Impactado por este acontecimiento, Juan Ramón le dedicó una biografía en su obra “Españoles de tres mundos”. Pero las desgracias no terminarían aquí, ya que a Zenobia pronto le diagnosticarían un cáncer, terrible enfermedad que a la postre acabaría con su vida. Con el estallido de la Guerra Civil en 1936, Juan Ramón Jiménez se posicionó abiertamente en el bando republicano. Aunque esta postura también le provocaría cierta inseguridad puesto que el periódico <<Claridad>>, un semanario de izquierdas, inició una campaña en contra de los intelectuales. Entonces, y con la ayuda de Manuel Azaña, el poeta y su mujer marcharon a los Estados Unidos, instalándose en Washinton, donde Juan Ramón ejercería como agregado cultural en la embajada española. Un año después la pareja se trasladó a Cuba. En 1938 tuvo lugar un acontecimiento que marcaría profundamente al poeta y lo hundiría anímicamente. Su sobrino, miembro de la Falange Española, Juan Ramón Jiménez Bayo, pereció en el frente de Teruel. En palabras de Zenobia: << el dolor dejó a Juan Ramón absolutamente estéril por casi año y medio>>. De su sobrino escribió el poeta en su autobiografía “Vida”: << yo sé bien que el tenía, con las ideas que él creía mejores, un ideal limpio, sin más sangre en él que la suya. Y esta sangre generosa lo dejó sin ella exangüe en el sitio de su ideal. Y se sumió en la tierra a mejorarla. Si su muerte, y las otras como la suya, no nos mejoran, ¿ de qué sustancia miserable somos?>>. Entre 1939 y 1942, Juan Ramón y Zenobia vivieron en Miami, donde el poeta compuso “Romances de Coral Gables”. Pero las depresiones no le daban tregua. En 1940 el autor fue hospitalizado unos meses, y al recibir el alta médica intentó componer dos poemas, “Espacio y tiempo”, de los cuales solo terminaría el primero. Los cuadros depresivos del poeta parecían no tener fin. En 1946, fue hospitalizado de nuevo alrededor de ocho meses. Después viajó a Argentina y Uruguay, y a su regreso se trasladó a Puerto Rico para impartir clases. En el año 1956 Juan Ramón Jiménez recibió el máximo reconocimiento a su carrera literaria: el Premio Nobel de Literatura. Pero poco pudo disfrutar el poeta de tan merecido galardón; tres días más tarde de recibir el premio, Zenobia, el gran amor de su vida, fallecía en San Juan de Puerto Rico a consecuencia de su larga enfermedad La pérdida fue devastadora y Juan Ramón nunca se recuperaría. El poeta se encerró en la soledad de su casa y dejó de comer, e incluso de asearse. Al final tuvo que ser recluido en un sanatorio mental en la población puertoriqueña de Hato de Tejas. A partir de ese momento, la vida del poeta fue un auténtico descenso a los infiernos y, tras sufrir una caída que le produjo una fractura de cadera, su familia intentó que regresase a España, cosa a la que este se negó rotundamente. Los últimos días de mayo de 1958, el poeta contrajo una bronconeumonía que lo obligó a ingresar en la Clínica Mimiya de Santurce, en Puerto Rico, la misma en la que había fallecido su amada Zenobia. El autor no respondió al tratamiento y murió ei 29 de mayo. Sus restos mortales, junto con los de Zenobia, fueron trasladados a España, y reposan en el cementerio de su Moguer natal, donde recibieron sepultura el 6 de junio de 1958. El poeta por excelencia de la Generación del 27 es , sin duda, Juan Ramón Jiménez, autor de uno de los libros más populares de los últimos decenios, “Platero y yo” y llenó todo el primer tercio de la poesía española del pasado siglo. Su influencia en los poetas surgidos en los años veinte, como asimismo en los líricos posteriores, ha sido manifiesta. Prácticamente de una poesía modernista en la primera etapa de su carrera poética, Juan Ramón creará una obra personalísima a partir de la publicación en 1916 del “Diario de un poeta recién casado”, ya que abandonará el decorativismo modernista, o sea música, color, retoricismo, para buscar la plenitud estética por medio de una expresión sobria, desnuda, que intenta la máxima concreción y con ella lograr el grado máximo de depuración poética y la comunicación de unas esencias líricas por las que luchó toda su existencia: el batallar con la palabra. Doliente y melancólico siempre, Juan Ramón Jiménez nos lleva a espacios crepusculares con romances y versos cortos en su etapa modernista - “Arias tristes”, “Las hojas verdes”, “Jardines lejanos”...- , para pasar en los años veinte y posteriores a la imagen estilizada de la naturaleza (flores, fuentes, pájaros, luz…), y a un subjetivismo que tiene la preocupación metafórica y el amor como motivos repetitivos. Poesía pura pretende crear Juan Ramón; eliminación de la anécdota, recreación de la sensación vivida por medio de la palabra; búsqueda de la eternidad y por lo tanto destemporalización; deshumanización y abstracción, en fin, que se acentúan hasta límites quizá excesivos en su última época, pero siempre la belleza como fin primero y fundamental. Allí están, entre otros, libros como “Eternidades”, “Belleza” - de significativo título - “La estación total”, “Animal de fondo” o sus “Antologías poéticas”, que muestran en sucesivas ediciones el rigor de un creador por lograr el placer estético absoluto y con el mínimo de palabras posible; citando al poeta: <<¡Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas!>>.Y la petición juanramoniana, que es ferviente deseo y necesidad estética, puede ser el corolario de toda una poética. Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, son, quizá, los dos poetas más importantes del siglo XX español y cumbres cimeras de nuestra historia literaria. La infuencia de Juan Ramón, decisiva en la poesía nacida antes de nuestra guerra civil, se vio en gran parte mermada después de la contienda y Machado ocupó entre poetas y lectores, el puesto del lírico de Moguer. Y es que (la comparación en este caso puede resultar odiosa, pero no pedagógicamente ociosa) la perfección y exquisitez buscada y conseguida por Juan Ramón le llevó a olvidar al hombre, mientras que don Antonio, con versos que en ocasiones están lejos de la perfección poética, nunca se aparta de lo humano. Juan Ramón Jiménez hizo gala de su andalucismo al designarse a sí mismo como << El Andaluz Universal>>, título con el que firmó algunos de sus trabajos. La obra y la agitación poética que supone la personalidad del poeta alcanza el primer tercio del siglo pasado. El poeta se convirtió en el <<dictador>> de la poesía española y los jóvenes creadores de la generación de los años veinte se iniciaron bajo su magisterio, pese a las posteriores rupturas y enfrentamientos. El poeta de Moguer imprimió un sello personal a la nueva poesía, determinó el gusto por el libro impreso, la persecución implacable de las erratas, la elegancia de la presentación en sus revistas. Partiendo del Modernismo inicial se sintió llamado a realizar una <<Obra>> sobrehumana, que quedaría, naturalmente incompleta, y sometió sus originales a una crítica implacable en busca de la perfección de lo poético. El jurado del Premio Nobel de Literatura, que le fue concedido en 1956 como hemos dicho, considera: “su pureza lírica, que constituye, en lengua española, un ejemplo de alta espiritualidad y de pureza artística”. Y se añade a continuación: “al recompensar a Jiménez, representante de la gran tradición lírica de España, la Academia Sueca ha querido coronar igualmente a Antonio Machado y a Federico García Lorca”.
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  • Nada más que libros - Rojo y Negro (Stendhal)
    “La pequeña ciudad de Verrières puede pasar por ser una de las más bonitas del Franco-Condado. Sus casas blancas, con tejados puntiagudos de tejas rojas, se extienden sobre la ladera de una colina en donde unos macizos de vigorosos castaños acentúan las menores sinuosidades. El Doubs fluye a nos centenares de pies por debajo de sus fortificaciones, antaño construidas por los españoles y hoy en ruinas.” Comienzo de Rojo y Negro En la tradición realista francesa, pocos escritores han puesto tan desesperada tenacidad como Stendhal en sustituir la vida propia por otra elegida, inventada, como con un afán de rehacerse biográficamente en el que hay una crispación que da carácter a toda su obra. El Stendhal de la literatura es un sugestivo y rebuscado seudónimo del señor Henri Beyle, cuya carrera tiene siempre el signo de lo gris, la señal de la frustración y del fracaso. No querrá llevar su nombre y apellido, sino llamarse Stendhal; No será su ciudad natal, Grenoble, sino de su querida Milán; italiano y no francés, ciudadano del Renacimiento o de la posteridad, como se quiera, pero no de su siglo. Nadie más descontento de sí mismo y de todo lo suyo que él. Nace en Grenoble el 23 de enero de 1783, pero su ciudad le parece un <<cuartel general de la mezquindad>> y <<un innoble estercolero>>; a su padre le ve como a un monstruo, y engloba en su condenación a su familia y a su preceptor, excepto a su madre, que murió cuando él tenía siete años, a la que evoca quizá con una suerte de ilusión. El fin del antiguo régimen, con la caída de la monarquía y el advenimiento de la Revolución, que está viviendo Francia abre las puertas a las rebeldías íntimas más audaces. Si el mundo está cambiando de una manera tan rápida y total, quizá sea posible que él también deje de ser quién es para ser otro más a su gusto. Este excepcional cambio de la Historia alienta las esperanzas de cualquier metamorfosis personal. A los dieciséis años el joven Henri abandonará Grenoble para presentarse al ingreso en de la Escuela Politécnica de París, coincidiendo con el golpe de Estado del 18 de Brumario, llevado a cabo por Napoleón Bonaparte; si el joven general podía ocupar el lugar del rey Luis XVI, ¿por qué él no podía dejar atrás a Henri Beyle y convertirse en algo mucho más alto y ambicioso?. En realidad la Escuela Politécnica no le interesaba en lo más mínimo; tenía el proyecto de ser distinto, de no ser igual a sí mismo ni ser igual a los demás, e incluso sentirse por encima de todos. Y esa idea aristocrática, que parece poco conciliable con sus convicciones liberales, republicanas y jacobinas, va a estar siempre presente en su vida y en su obra. En ese París de fines de 1799 y comienzos de 1800, sin haberse presentado al examen de la Escuela Politécnica, ocioso y viviendo de la modesta pensión que le enviaba su padre, consigue su primer empleo como oficinista del Ministerio de la Guerra, gracias a la influencia de unos parientes bien situados. Stendhal, que presume de tener un alma rebelde y heroica, llamada a los más altos destinos, pasará muchos años de su vida dedicado a menesteres burocráticos, una de las muchas paradojas de su existencia. Pronto saldrá de París en su primera experiencia militar, al iniciarse la segunda campaña de Italia. En Milán, ya con uniforme y grado el en Sexto de Dragones, vive por unos meses lo que le parece la plena felicidad: el ambiente de Italia, su civilización, y su arte...y también el amor. El flechazo milanés, no solo de su amada, la bella Angela, sino de la ciudad, durará lo que su vida, y siempre se considerará hijo adoptivo de ese Milán maravilloso con el que se puede abolir el antipático recuerdo de Grenoble. Siguen unos meses de monótona vida de guarnición; el subteniente Beyle se aburre y lo deja todo para volver a París. Comienza a escribir poesía y teatro, sin ningún éxito, y mientras la gloria y la fortuna se le muestran tan esquivas, hace su aprendizaje de dandy, porque para él vestir bien es el único medio de liberarse de su timidez. Los gastos que ello ocasiona, que no se puede permitir, hacen que el señor Beyle de Grenoble se niegue a abrir la bolsa, lo que ocasiona la ruptura total entre ellos, en medio de una abierta hostilidad y frenéticos insultos. Después de intentar hacer fortuna por la vía del comercio en Marsella acompañado por la actriz Mélanie Gilbert, los dos fracasaron en sus respectivos empeños y se separaron. Tuvo que darse por vencido y volver con las orejas gachas a casa de sus influyentes parientes en París. Stendhal vuelve a empezar desde abajo, de nuevo sin uniforme, grado ni empleo, y como acaba de declararse la guerra a Prusia se le envía a Alemania, donde ejercerá funciones administrativas en la Intendencia militar: preparar alojamientos, evacuar heridos y cuidarse de los hospitales militares. Allí descubre la música. Y en Viena la música se llama Mozart, su gran descubrimiento de esos años. A este período siguen los veinte meses más brillantes de su vida en París, donde ha sido nombrado auditor del Consejo de Estado. Añade a su apellido la partícula ennoblecedora (es el señor Henri de Beyle), tiene un soberbio guardarropa, un cabriolé y una calesa, caballos, dos criados, frecuenta los salones mundanos y la Opera, aspira a ser barón, y luce como amante titular a Angeline Bereyter, una cantante de la compañía del Teatro Italiano. Casi no se puede pedir más. Pero ha empezado la campaña de Rusia y, en el verano de 1812, como correo de Su Majestad el Emperador, tiene que salir para Moscú. Allí asiste al incendio de la ciudad y forma parte de la calamitosa retirada del ejercito francés en pleno invierno. La epopeya imperial toca a su fin. Ante el gran descalabro, el mayor bien que posee Stendhal es el recuerdo luminoso de Italia; lo vende todo y se destierra voluntariamente a Milán. Allí, sin dinero, cargado de deudas, sospechoso de bonapartista y de liberal ante las autoridades austríacas y, para colmo con el drama de su ruptura con la voluble Angeline, los primeros tiempos no son fáciles, y para ocuparse en algo se dedica a escribir. Publica primero unas “Vidas de Haydn, de Mozart y Metastasio”, donde plagia sin escrúpulo todo lo que tiene a su alcance - el escritor más original del siglo empieza así su carrera plagiando descaradamente a diestro y siniestro -, y que firma con un seudónimo entre imperial y bufo: Louis Alexandre César Bombet. Luego escribe “Historia de la pintura en Italia”, en apariencia un libro de arte pero, en realidad un libelo que hormiguea de alusiones políticas; y por fin su primera obra enteramente original: “Roma, Nápoles y Florencia en 1817”, carné de viajes repleto de ideas subversivas, firmado, por primera vez, con el seudónimo de Stendhal. Por aquel entonces el gobierno austriaco le acusó de apoyar el movimiento independentista italiano, por lo que abandonó Milán en 1821, pasó una temporada en Londres y se instaló de nuevo en París. Dandy afamado, frecuentaba los salones de manera asidua, mientras sobrevivía con los ingresos que le procuraban sus colaboraciones en algunas revistas literarias inglesas. En 1822, publicó “Sobre el amor”, ensayo basado en buena parte en sus propias experiencias en el que expresaba ideas bastante avanzadas. Asentó su renombre de escritor gracias a la “Vida de Rossini” y las dos partes de su “Racine y Shakespeare”, auténtico manifiesto del romanticismo. Después de una relación sentimental con la actriz Clémentine Curial, que duró hasta 1826, emprendió nuevos viajes al Reino Unido e Italia y escribió su primera novela, “Armancia”. En 1828, sin dinero ni éxito literario, solicitó un puesto en la Biblioteca Real, que no le fue concedido; hundido en una pésima situación económica, la muerte del conde Daru, su pariente y benefactor en 1829, le afectó particularmente. Superó este periodo difícil gracias a los cargos de cónsul que obtuvo primero en Trieste y más tarde en Civitavecchia, mientras se entregaba sin reservas a la literatura y en 1830 apareció su primera obra maestra: “Rojo y negro”, una crónica analítica de la sociedad francesa durante la Restauración, en la que Stendhal representó las ambiciones de su época y las contradicciones de la emergente sociedad de clases, destacando sobre todo el análisis psicológico de los personajes y el estilo directo y objetivo de la narración. En 1839 publicó “La Cartuja de Parma”, una obra mucho más novelesca que la anterior, que escribió en tan sólo dos meses y que por su espontaneidad constituye una confesión poética extraordinariamente sincera, aunque fue recibida con frialdad y sólo recibió el elogio de Balzac. Ambas obras son novelas de aprendizaje, y participan de rasgos románticos y realistas; en ellas aparece un nuevo tipo de héroe, típicamente moderno, caracterizado por su aislamiento de la sociedad y su enfrentamiento con sus convenciones e ideales, en el que muy posiblemente se refleja en parte la personalidad del propio Stendhal. El autor falleció de un ataque de apoplejía, en París el 23 de marzo de 1842, a los 59 años de edad, sin concluir su última obra, “Lamiel”, que fue publicada mucho después de su muerte. A Stendhal no le preocupaba que sus novelas fueran piezas originales. Tal como en Shakespeare, que tomó sus argumentos de crónicas medievales y novelas italianas, muchos de sus argumentos provienen de manuscritos antiguos o de hechos de la vida real. De acuerdo con su concepto de que la novela debía ser <<un espejo que se pasea a lo largo de un gran camino. Unas veces refleja a vuestros ojos el azul del cielo, otras el fango de los lodazales>>, Stendhal prescindía de inventar, concentrándose sobre todo en revestir los temas que tomaba en préstamo con la sustancia de su experiencia y con los datos de la realidad. La trama de “Rojo y negro” tiene su origen en un proceso reseñado en La Gaceta de los Tribunales en diciembre de 1827. El ex seminarista Berthet fue ajusticiado por haber disparado durante la misa y en el momento mismo de la consagración, contra la madre de los niños a quienes había servido como preceptor. La reseña mostraba a un Berthet ambicioso y malvado, de bajos instintos y capaz de premeditación y alevosía. Cuando Stendhal lee esta historia, que será casi idéntica a la peripecia de Julián Sorel, héroe de “Rojo y negro”, le da una interpretación totalmente distinta de la del jurado. Se interesa de tal manera en el sino fatal del muchacho , que de inmediato proyecta otra historia en la que estarían unidos los hechos del proceso Berthet y los datos biográficos más dolorosos del novelista: su arribismo social, su liberalismo, su odio por la involución ideológica acaecida tras la derrota de Napoleón. Por eso se puede decir que “Rojo y negro” es en verdad una novela revolucionaria, un ataque juvenil y jacobino a los valores de la Restauración y una denuncia de las injusticias del orden social. En el proceso Berthet Stendhal vio la derrota de un hombre pobre e inteligente cuya mayor falta había sido querer ascender en una sociedad como la que campaba en Francia en los años veinte del siglo XIX. El ex seminarista ajusticiado se convirtió en Julián Sorel, uno de los personajes más vivos y universales de todos los tiempos, símbolo de una sociedad mal hecha, donde los plebeyos de inteligencia superior y fuerte voluntad se veían obligados a la carrera del sacerdocio para salir del gueto donde habían nacido, porque de nada servía ya el valor individual que había podido hacer, con la República, a un soldado corso Emperador de Francia. Uno de los grandes logros del talento de Stendhal fue la clarividencia y valentía con que se adelantó a su época, pintando un personaje tan complejo y contradictorio como Julián Sorel, en el que podríamos reconocer hoy en día a un intelectual sensible y emotivo sometido a la presión de cualquiera de los estados policíacos de nuestro tiempo. El mundo en que se mueve Julián es reaccionario y beato, un mundo eminentemente antibonapartista, porque Bonaparte es en “Rojo y negro”, el símbolo de la libertad, y Julián, que guarda celosamente un ejemplar del “Memorial de Santa Helena”, ha bebido en sus páginas la gesta napoleónica, sacando de ella la admiración por el valor y por la verdadera inteligencia. Así el mundo es para Julián un enemigo y se enfrenta a él, esforzándose en aplicar en la batalla por la ascensión social las mismas armas morales que habían valido el éxito a Napoleón: la severidad consigo mismo, la dureza con los demás y, sobre todo, la táctica del engaño. El, sin embargo, no es un hombre frío como Napoleón; su temperamento es sentimental y desbordado, gobernado por la pasión. La hipocresía que se impone para conseguir sus fines lo agobia tanto que, aunque la practique con constancia, no llegará nunca a gobernar su vida. Paradójicamente, sus éxitos se deberán al aspecto de su personalidad que no puede controlar: sus ojos que hablan, los cambios súbitos de humor, la altivez, la timidez, su extraña belleza, la ternura y el arrebato. Cuando se ha comparado a Julián con un Maquiavelo sin entrañas sólo se ha visto en él la parte voluntaria de su personalidad, pero Stendhal ha pintado también su parte espontánea, que va imponiéndose a la primera hasta anularla y hacer de él lo que siempre había tratado de evitar: la víctima de sus impulsos irreflexivos que le llevan a la muerte. Sus palabras ante el jurado son el desenmascaramiento que por fin llega; son las palabras que habría pronunciado para empezar a vivir de nuevo en un mundo en que la sinceridad sirviese de algo. Pero la realidad fría e implacable devorará a ambos. El héroe de “Rojo y negro”, símbolo de las contradicciones de una época y de una clase social, representa de alguna manera una proyección del propio novelista, quién también fue devorado por su tiempo y sólo reconocido luego por la Historia.
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    43:57
  • Nada más que libros - Fernando Arrabal
    “ARQUITECTO: ¿Se da cuenta de la gravedad de su acusación?. EMPERADOR: Ah, yo no me meto en nada. Lo que yo decía es que algunos días antes de su desaparición, se produjo un hecho que ella me contó, y que vale la pena de ser relatado: mientras ella dormía, su hijo se acercó sin hacer ruido y colocó con mucho cuidado cerca de la cama, sal, una servilleta, y un tenedor, y con mucha precaución, levantó un enorme cuchillo de carnicero sobre la garganta de la madre. Cuando él asestó la tremenda cuchillada que la hubiera decapitado, ella se apartó.” Fragmento del primer acto de “El arquitecto y el emperador de Asiria” Fernando Arrabal Terán nació en Melilla el 11 de agosto del año 1.932. Su padre, Fernando Arrabal Ruiz, pintor y militar, se mantuvo fiel a la República y fue condenado a muerte, pena que le fue conmutada por la de treinta años de prisión. Su madre, Carmen González Terán, era franquista y con ella se trasladó a Ciudad Rodrigo durante la Guerra Civil. Su padre fue enviado al hospital de Burgos en 1.941, y a finales de ese mismo años se escapó en pijama; nunca más se le volvió a ver. En 1.937, Fernando fue inscrito en una escuela católica local hasta 1.940. Tras el final de la Guerra Civil, se trasladó con su madre a Madrid, donde Fernando fue galardonado, en 1941, con el premio nacional de niños superdotados. A los quince años intentó sin éxito ingresar en la Academia General Militar. Pasó algunos años en Madrid, donde estudió Derecho y después se trasladó a París en 1955, fijando allí su residencia definitiva. Una grave afección de tuberculosis le mantuvo largo tiempo hospitalizado en precarias condiciones. En 1962 conoce al poeta André Breton, representante del movimiento surrealista y en 1963 crea el <<Movimiento Pánico>>, alusivo al dios griego Pan, junto a los artistas Roland Topor y Alejandro Jodorowski. En el año 1.969 consigue ser el dramaturgo contemporáneo más representado. Autor prolífico de teatro, sus obras se identifican con el teatro del absurdo. En 1956 escribe “Fando y Lis”, “Ceremonia por un negro asesinado” y El Laberinto”. Destacan “Los hombres del triciclo” de 1957, “Picnic en el campo” (1958), “El cementerio de automóviles” del mismo año, “El laberinto” (1961), El arquitecto y el emperador de Asiria” y El jardín de las delicias”, ambas de 1.967, una de sus obras maestras que obtuvo ese año el Gran Premio de Teatro de París. El 1993 recibe el Premio de Teatro de la Academia Francesa. Se publica su teatro completo en 1997 y en 2001 recibe el Premio Nacional de Teatro por “Cementerio de automóviles”. En 2003 gana el Premio Nacional de Literatura Dramática con su obra “Carta de amor” estrenada sucesivamente en Jerusalén, Madrid y París con gran éxito. En 2005 publica “¡Houellebecq”. Como escritor de narrativa , es galardonado con el Premio Nadal con “La torre herida por el rayo” en 1982. Otros títulos más conocidos son: “Baal Babylone”, 1959, “Arrabal celebrando la ceremonia de la confusión”, 1983, “La hija de King – Kong”y “El entierro de la sardina”, de 1986, “La virgen roja”, 1987, “La extravagante cruzada de un castrado enamorado”, 1990, “Ceremonia por un teniente abandonado” de 1998 y en el 2000 “Levitación”. Como poeta destacan sus títulos: “La piedra de locura” (1984) y “Mis humildes paraísos” de 1985. Como ensayista Arrabal escribió: “Carta al general Franco”, “Carta a los militares comunistas españoles” ambas de 1978, “Mil novecientos ochenta y cuatro. Carta a Fidel Castro” (1983), “Carta a Jose´María Aznar” (1996) y “Un esclavo llamado Cervantes” de 1997. Con “La dudosa luz del día” de 1994, gana el XI Premio de Ensayo de Espasa. Fernando Arrabal se inicia en el cine como actor en películas dirigidas por el grupo teatral Pánico y algunos amigos con diversos filmes. Como director debuta con “¡Viva la muerte!” (1971), que junto a “Iré como un caballo loco” y “El árbol de Guernica”. En 1981 adapta su obra teatral “El cementerio de automóviles”. También el autor ha escrito y dirigido óperas y, como pintor, en 2013 inauguró su exposición “Poémes plastiques” en el Museo Montparnasse de París. Fernando Arrabal es <<doctor honoris causa>> por la Universidad Aristóteles de Salónica, y fue galardonado con las insignias de Oficial de las Artes y las Letras francesas en 1995 y es Caballero de la Legión de Honor de Francia desde 2006. También es un reconocido jugador de ajedrez, y colabora en medios deportivos como cronista. La noche del 29 de enero de 1958 en que Dido, el teatro de cámara más valioso de aquellos años, dirigido por Josefina Sánchez Pedreño, estrenaba en función única la obra de un autor novel, “Los hombres del triciclo”, no sólo entraba en juego el destino inmediato de ese autor, sino también el destino inmediato de una parte de la escena española. Aquel estreno tiene, pues, una significación análoga a los de “Historia de una escalera”, de Antonio Buero Vallejo, de 1947, y “Escuadra hacia la muerte”, de Afonso Sastre, estrenada en 1953; varía el desenlace. La necesidad de incorporar entonces a nuestra escena el teatro de vanguardia, no sólo a través de traducciones, sino de textos dramáticos en y desde la circunstancia española, no fue del todo comprendida por los sectores más alerta del teatro español y, lo que iba a ser más decisivo, fue violentamente rechazada por la crítica oficial, por la censura y por la anquilosada estructura de los escenarios comerciales. Pero si en aquellos años ambas tendencias, realismo y vanguardia, se hubieran podido afirmar plenamente en la escena profesional, su propia dialéctica habría sacado al teatro español de la crisis en que se encontraba desde 1939. No ocurrió así. “Los hombres del triciclo”, lo que significaba como posibilidad renovadora, pasó inadvertido. Y aquel nuevo autor, Fernando Arrabal, se marchó a París, para escribir, estrenar y vivir allí definitivamente. Arrabal consiguió ser el autor español más conocido y cotizado en la escena internacional, después de García Lorca. En 1958 Arrabal había inventado ya su <<máscara>>, no menos excéntrica, no menos ofensiva-defensiva que la de un Valle-Inclán o un Gómez de la Serna, y tenía escrita una parte muy considerable de su teatro, que iría estrenando en Francia en los años siguientes. De esa primera época del autor, “El triciclo” manifiesta algunas de sus características a través de la colisión de dos mundos incomunicados, incomunicables y antagónicos: el de unos vagabundos (los amantes Climando y Mita, el dormilón Apal y El Viejo de la flauta) y el de El Hombre de los billetes, un Guardia y El Jefe de los guardias. El desenlace sangriento viene a demostrar la imposibilidad de realizar en el mundo objetivo de hoy, en la sociedad burguesa actual, cierto modelo de inocencia, de bondad y de libertad esenciales, que Apal y sus amigos ejemplifican se diría como una anticipación del pensamiento hippy. En “Fando y Lis” de 1961, una de las mejores obras de Arrabal, se plantean dos temas estrechamente enlazados: las relaciones conflictivas hombre-mujer, a través de las figuras protagonistas que dan título al drama, y el mito del Laberinto. Otros tres personajes alegóricos intervienen en la acción: Namur, Mitaro y Toso, siempre juntos, cubiertos por un enorme paraguas. Lis está paralítica y va en coche de ruedas, conducida por Fando. Los cinco se dirigen a Tar. Aún sabiendo que seguramente no llegarán nunca, aún sabiendo que quizá Tar no existe, caminan hacía allí - o creen que lo hacen – porque no pueden dejar de intentarlo, pese a que después de cada tentativa terminan volviendo al sitio de origen. La relación Fando-Lis es una evocación poética de la ambivalencia del amor, el amor que un niño tendría por su perro, al que abraza y atormenta a la vez. Al insertar los sentimientos infantiles en el mundo adulto, Arrabal logra un efecto tragicómico y hondo, revelando el verdadero contenido de las emociones adultas. Esto sería una constante en el teatro del autor, así como la reactualización del mito del Laberinto. De no menor densidad poética, “El cementerio de automóviles” estrenada en 1966, nos sitúa, ya en su original espacio escénico que indica el título, ante una imagen irrisoria de la civilización burguesa; hay que decir en seguida que estos viejos automóviles aparecen acondicionados como un gran hotel y que toda la acción dramática, desde una óptica surrealista, es una recreación de la pasión de Jesús en las figuras de Emanu (un trompetista de treinta y tres años) y de sus discípulos Tope (clarinetista) y Foder (saxofonista). Como los vagabundos de “El Triciclo), Emanu asume un modelo de inocencia y bondad esenciales – tal es el mensaje de su música -, y, como aquéllos, será finalmente detenido por los guardias. El nacimiento de un niño, tal vez un nuevo Emanu, sugiere un sentido cíclico de la acción y a la vez afirma una esperanza. Las palabras iniciales y finales de Dila – respectivamente, ordenando a los huéspedes que se duerman y que se levanten – permitirían ver toda la acción como un sueño, a lo que asimismo contribuye la naturaleza onírica de los símbolos desplegados por el autor. Pero la belleza, el valor hondamente poético del teatro de Arrabal, se aprecia igualmente en las piezas en un acto de esta primera época: en “Pic-nic en campaña” de 1959 y en “Guernica” de 1968, ambas de contenido antibelicista; en “Oración” (1958), en “El laberinto”, expresivamente subtitulada <<Homenaje a Kafka>>, y estrenada algo tardíamente en 1967; en “La bicicleta de los condenados”, y otras más. Pertenecen también a esta primera época “Ceremonia para un negro asesinado” y “Orquestación teatral” ambas de 1960. Y, sobre todo, “Los dos verdugos”, pieza en un acto, de la mayor significación respecto a la literatura de Arrabal, por aparecer aquí, con mucha nitidez ya, una de sus constantes temáticas: el mito de la madre. Francisca ha denunciado al marido y disfruta al saberle víctima de una bárbara tortura en la habitación que se supone contigua al escenario. Por otra parte, Francisca quiere llevar por <<el buen camino>> a uno de sus dos hijos, el <<hijo malo>>. Con ese extraordinario personaje y con todos los que, ya en el teatro de la madurez, lo prolongan en sucesivas reelaboraciones, Arrabal desarrolla el proceso crítico iniciado por Galdós en “Doña Perfecta” y continuado por García Lorca (Bernarda Alba) y por Alberti con “Gorgo”. Prefiguradas, formal y conceptualmente, en esta primera etapa de su teatro, las obras de madurez de Fernando Arrabal son: “La coronación” de 1965, “El gran ceremonial” (1966), “El arquitecto y el emperador de Asiria” de 1967, quizá la más lograda, con sólo dos personajes que encarnan, en un ritual sin principio ni fin, una serie de figuras diferentes y contradictorias, y cuya significación última es la de una honda reflexión acerca de la relación conflictiva con el “otro”; “La aurora roja y negra” de 1968, con el subtítulo <<O Imaginación-Revolución>>, donde Arrabal incorpora una abierta crítica política, nueva en su teatro; “El jardín de las delicias” de 1969; las dos piezas para un solo espectáculo tituladas “Un torturado llamado Dostoievski”, donde no aparece ningún personaje que sea Dostoievski, pero sí ciertos horrores presentidos por él, aquí en la forma de una tortura radiactiva; y “Bestialidad erótica” de 1969, donde, como en “El arquitecto y el emperador de Asiria” o “El jardín de las delicias”, el autor vulnera sistemáticamente el mundo de lo prohibido, el mundo de los tabúes, tanto en un plano herético como erótico; y, “Bella ciao” de 1.972. Y así hasta una treintena de obras más... hasta ahora. Dadas a conocer en los mejores escenarios del mundo, las obras de Fernando Arrabal desarrollan un lenguaje límite, barroco, escatológico, onírico, sin que de él esté ausente aquello que nos parece más íntimo y sustancial al arte del autor: la afirmación de valores como la libertad, la bondad y la inocencia. Felizmente paradójico, el teatro de Arrabal está más allá de sus inmediatos aspectos de choque cultural o para impresionar a la burguesía. Teatro <<Pánico>>, según lo define el propio Arrabal ( Pánico, de Pan: el todo), constituye una aportación fundamental del teatro español de nuestra época, aunque se haya producido fuera de España, como tantas otras cosas verdaderamente fundamentales y verdaderamente españolas. Por que el teatro de Fernando Arrabal refleja las miserias, las frustraciones y las esperanzas de manera puntual, exacta, clandestina a veces, de la vida española de nuestro tiempo: escindido, turbado, problemático. Y al verla, a través de ese mirador excepcional que es el teatro de Arrabal experimentamos esos dos sentimientos que los griegos buscaban en la ficción trágica: el horror y la piedad. Sólo que ahora no es una ficción la causa que los provoca, sino la realidad de nuestro propio existir.
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